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aportación de Wright


Con todo mi amor

Como cada día, ella ya sabía el ritual. Se desnudaba, se colocaba el collar, los brazaletes de cuero, y se ponía a mis pies. Me gustaba sentir ese deseo de ser sometida, esperando a que le diera la primera órden, recibir esa humillación que la hiciera sentirse viva, sentir eso que le daba cada vez que nos veíamos. Este fin de semana no hubo demasiado preámbulo.

Nos veíamos de Viernes a Domingo, como una pareja de lo más tradicional, la recogía de su casa, tomábamos algo, nos contábamos nuestras impresiones de la semana, el viaje de vuelta, descargábamos nuestras frustraciones con la palabra. Al llegar a mi casa, descargábamos nuestros deseos con los hechos.

En pocos minutos ella estaba inmovilizada con los brazos a la espalda, con una cuerda que iba desde la argolla que unía sus muñecas, pasando por la argolla de su collar, y terminando en la mano que la dirigía con la firme dulzura del amo encantado con su sumisa hacia la cama donde disfrutaríamos.

El pelo estaba recogido, no quería tener nada que perturbase mi labor, que me impidiese ver su rostro, su cuerpo, su sensual forma de retorcerse con cada azote, cada gota de cera, cada pinza...

Los pezones los tenía erguidos, buscando ser apretados por su amo. Me encanta sentir esa sensación de deseo hacia el dolor infringuido, me hace sentir necesario, deseado, amado hasta las últimas consecuencias, esperando que, por unos minutos, horas, días, mi voluntad sea la suya, y su deseo el satisfacerme, el darme placer, porque ese será el suyo. Notaba sus escalofríos mientras la ordenaba arrodillarse sobre la cama, como otras veces.

Ya no hacía falta decir gran cosa. En realidad, el diálogo era escaso, cada uno conocía su cometido, y sabía, por mi cara, como buena sumisa que era, que debía arrodillarse con las piernas separadas, paralelas a los bordes de la cama, para poder sujetarlas a cada lado, por los tobillos y las rodillas.

Sin tirón, pero con fuerza, sin compasión, tiré de la cuerda que me servía de correa para llevarla a mi terreno, como una mascota, de forma que los brazos se separaron del cuerpo, eso le hizo humillar la cabeza, estirada hacia atrás, por su paso por el collar, con la barbilla pegada a la cama, y por último, el cabo de la cuerda atado al cabecero metálico.

Allí la tenía, con su culo mirando al techo los pechos al suelo, la mirada al frente. No se movía lo más mínimo, solamente veía el giro de sus ojos, cuando observaba cómo sujetaba el cinturón, me lo enrollaba a mi mano, dejando una parte para darle ese placer inmenso de los azotes. Antes de eso, le puse la mordaza, para ahogar sus expresiones de dolor.

Un sonido salió de su garganta cuando le puse la bola en la boca, cuando la apreté para introducirla bien para sujetar su lengua, para impedirle tragar la saliva que seguro iba a producirle aquella educación que estaba a punto de recibir. y como una buena alumna, deseosa estaba de recibir aquella clase magistral. Lucía ya dos pinzas, una en cada pezón, que le coloqué después de acariciarle los pechos, avisándole con el gesto de que iba a tener la primera muestra de dolor.

Con cariño, con dominación. El primer azote sonó. Su poca posibilidad de movimiento, se manifestó hacia delante. Otro, otro, otro más. Con cuidado de que fueran precisos, con la parte exacta del cinturón, en el lugar adecuado de su cuerpo. Cualquier fallo, le quitaría magia al momento, la responsabilidad del amo a veces es grande, la sumisa se debe limitar a obedecer, adelantarse a los deseos de su amo, y disfrutar, si así le es permitido.

A mi sumisa si le estaba permitido, siempre lo estaba con cada sumisa, entendía que sin intercambio de placer, no hay emociones entre dos personas, y emociones eran lo que estábamos sintiendo ambos, mientras su cuerpo se iba tiñendo hacia un color rosado, enrojecido, por los azotes que merecidamente y voluntariamente estaba recibiendo.

El azote diò paso a la vela. Entre una y otra cosa, me ausenté de la habitación. Esa vela se quedó introducida en su ano, esperando a ser encendida poco después, cuando entendiese que debía volver con ella. Quería crear una ansiedad en ella, por eso, sin mediar palabra, salí, y apagué mi deseo de continuar fumando un cigarro en el salón.

No sé quien deseaba más mi vuelta, pero su excitación subía por momentos en la espera de no saber cuánto tiempo estaría allí, inmóvil, en esa antinatural postura, con la obligación de que esa vela no cayera, sin saber si serían minutos o días los que estaría sometida a mi decisión.

Cuando estimé oportuno, entré en la habitación, sin hacer ruido, iba descalzo, al contrario que ella, que solamente llevaba esos zapatos de tacón alto que tanto me gustaban. Encendí la vela, la saqué de su cuerpo, y sentí su respiración aumentar cuando las gotas empezaron a caer sobre ella. Cada gota era una fiesta, hasta que su cuerpo tuvo tantas manchas negras que costaba encontrar un sitio donde darle el placer del calor.

Hicimos el amor, el amor entre un amo y una sumisa.

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